lunes, febrero 27, 2006

De Marcel Proust a Geneviève Straus

Madame:



Amo a las mujeres misteriosas, puesto que vos sois una de ellas, y lo he dicho con frecuencia en Le banquet, en el que a menudo me habría gustado que usted se reconociese a sí misma. Pero ya no puedo seguir amándola por completo, y le diré por qué, aunque no sirva de nada, pues bien sabe usted que uno pasa el tiempo haciendo cosas inútiles o, incluso, perniciosas, sobre todo cuando se está enamorado, aunque sea poco. Cree que cuando alguien se hace demasiado accesible deja que se evaporen sus encantos, y yo creo que es verdad. Pero déjeme decirle qué sucede en su caso. Uno habitualmente la ve con veinte personas o, mejor dicho, a través de veinte personas, porque el joven es el más alejado de usted. Pero imaginemos que, después de muchos días, uno consigue verla a solas. Usted sólo dispone de cinco minutos, e incluso durante esos cinco minutos está pensando en otra cosa.

Pero eso no es todo. Si alguien le habla a usted de libros, usted lo encuentra pedante; si alguien le habla de gente, a usted le parece indiscreto (si le cuentan) y curioso (si le preguntan); y si alguien le habla de usted misma, a usted le parece ridículo, Y así, uno tiene cien oportunidades de no encontrarla deliciosa, cuando de repente usted realiza algún pequeño gesto que parece indicar una leve preferencia, y uno vuelve a quedar atrapado. Pero usted no está lo bastante imbuida de esta verdad (yo no creo que esté imbuida de ninguna verdad): que muchas concesiones deberían dársele al amor platónico. Como yo deseo obedecer sus preciosos preceptos que condenan el mal gusto, no entraré en detalles. Pero píenselo, se lo suplico. Tenga alguna indulgencia hacia el ardiente amor platónico que usted despierta, si todavía se digna creer y aprobarlo.

Su respetuosamente leal,

Marcel Proust

viernes, febrero 17, 2006

Enumeración (cuento de las buenas noches)

Había una vez...

...un chico portador de unos ojos grandes, que le hacían frente a la luz. Como primer espectador del cielo, la noche y el día le acordaban en cada gala la mejor ubicación. Una noche espesa, una estrella le cayó en la cabeza y la rivera -refulgente- puso en su mano translúcida un don. Con los puños cerrados, esperó unos cinco años y predispuesto a compartirlo todo, compró con sus hazañas un par de pies caminantes, un silencio, una sonrisa, una mochila y un ademán.

Emprendía el camino de regreso, cuando un paso agigantado le regaló el ángulo malo de las cosas y "lo equivocó". Le hizo pie a un problema, a otro, a uno nuevo, y a otro más. Descendió malabarista: cargó el sombrero de gritos, guardó una paleta roja, una pelea, un ticket, una esferita de aluminio, y enorme corazón. Le salieron, por lo menos, tres pequitas: dos antes, y una después.
La más escurridiza, le escribió una carta adulta de deseos que atesoraba en un cajón:


"Muchacho ensimismado:
escribo estas letras por lo escrito en mis pecas que, me susurraron, se mudaron a un lunar. (Se quejan de la queja, de la estrella que cayó en tu cabeza y el deshauciado ademán).
Que no te asuste la paradoja de una entelequia. Que la prospectiva no se te diluya, grumosa, en la voluntad de un existir a medias. Que el próximo beso que te parta la boca, agriete la roca del sedimento de amor. Que detonen tus sonrisas una a una y, como ninguna, se jacte el coleccionista por la primera que atrapó.

No es que me meta, pero me lo dijo la estrella, que le dijo la luna, que hablando estaban el sol y la rivera, de guardar para otra noche espesa el rocío de tu don".