Tres, uno, tres.
Se fue una noche húmeda, espesa como el moho de un arroyo enrevesado. Se fue en sus intenciones –tres- sofocadas por el fuego graneado del sepia inclemente. Se fue, de puño cerrado y enrollando la violencia de un discurso de palabras de igual cepa.
Se escondió tras un dedal, en la esquina del Lapacho y El Puca. Le robó los pinceles, el sueño, el humo de sus propios cigarrillos, el sonido de la música y su inédito perfume a mamá.
Se quedó en la semántica de un amanecer impreciso y de color cereza. En la apnea del curso natural de las cosas, en el desahogo de una ópera Kunqu. En el pecho de Dionisos, el corazón de Cartagena y en el “abrazo de troncos” del Che.
Se escondió tras un dedal, en la esquina del Lapacho y El Puca. Le robó los pinceles, el sueño, el humo de sus propios cigarrillos, el sonido de la música y su inédito perfume a mamá.
Se quedó en la semántica de un amanecer impreciso y de color cereza. En la apnea del curso natural de las cosas, en el desahogo de una ópera Kunqu. En el pecho de Dionisos, el corazón de Cartagena y en el “abrazo de troncos” del Che.